En los últimos años, creció el número de personas que deciden reducir o eliminar las harinas de su alimentación. Esta tendencia, que antes estaba más asociada a dietas específicas, hoy abarca a un público diverso que busca mejorar su salud, controlar su peso o aliviar molestias digestivas.
Uno de los principales motivos es el control de peso. Las harinas refinadas, presentes en panes, pastas y repostería, aportan calorías rápidas y de bajo valor nutricional. Al reducir su consumo, muchas personas experimentan una disminución en la ingesta calórica total y, con ello, pérdida de peso.
Otro factor clave es la salud digestiva. Para quienes padecen celiaquía o sensibilidad al gluten no celíaca, eliminar las harinas que contienen trigo, cebada o centeno es fundamental para evitar inflamación, dolor abdominal, diarrea o fatiga. Incluso en personas sin diagnósticos clínicos, algunos refieren sentirse más livianos y con menos hinchazón al limitar su consumo.
En paralelo, está el impacto sobre la energía y el rendimiento. Las harinas refinadas provocan picos y caídas bruscas de glucosa en sangre, lo que se traduce en sensación de cansancio. Sustituirlas por carbohidratos complejos como legumbres, vegetales y granos enteros puede estabilizar el nivel energético a lo largo del día.
A nivel preventivo, ciertos estudios asocian el exceso de harinas procesadas con un mayor riesgo de enfermedades metabólicas como diabetes tipo 2 y síndrome metabólico. Esto lleva a que médicos y nutricionistas recomienden moderar su consumo y priorizar alimentos integrales y sin procesar.
Si bien eliminar las harinas no es necesario para todas las personas, especialistas aconsejan hacerlo de forma planificada, asegurando la incorporación de otros carbohidratos y fibras para mantener una dieta equilibrada.