El poder de lo antiguo

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Ya lo dijo Lampedusa: a veces tiene que cambiar todo para que nada cambie. Y aunque el escritor italiano prestó la frase –no exactamente literal- al personaje de la famosa novela El Gatopardo para referirse a las argucias de las élites con tal de mantener poder e influencia social, la fórmula parece aplicable a otros muchos terrenos de la vida. Especialmente al de las modas, que van y vienen aparentando variaciones radicales cuando en el fondo todo pasa y todo queda. En plena campaña comercial de la Navidad, que nos echa a la calle con desesperación y agobio en busca del regalo perfecto, me he acordado de un reportaje reciente que daba pistas de por dónde van las preferencias, al menos las de los jóvenes. Pueden serles útiles si están perdidos a la hora de escribir la carta a los Reyes Magos para sí mismos o la gente cercana. El caso es que, en plena revolución tecnológica, en un mundo marcado por la inmediatez de las redes y lo desechable, se ha desatado una ola retro que mira a objetos ya olvidados por caducos y los rescata como el no va más de la modernidad.

Resulta que la denominada Generación Z, digna sucesora de los millennials y caracterizada por ser nativa digital y no concebir la existencia sin internet, se ha echado en brazos de la nostalgia y se envuelve en gustos enteramente vintage. Una paradoja que está animando mucho el mercado de la añoranza –en realidad asumen como propia la que por razones de edad debería ser de sus padres y abuelos-, donde los avispados de siempre hacen cuentas y les salen. Y es que los jóvenes se han puesto a abrir los cajones de la casa a ver qué aparece en el túnel del tiempo; y si no dan con lo que buscan –antes la moda era lo contrario, tirar lo que sonara a viejo para hacer sitio a lo nuevo- están dispuestos a pagar por encontrarlo. A lo ya ocurrido con los discos de vinilo y el tocadiscos, auténticas joyas de valor incalculable en lo sentimental y lo crematístico, se suman ahora cámaras de fotos analógicas, álbumes en papel o casetes de música con el consiguiente aparato que las reproduce -visto como un perfecto estorbo donde quiera que aún no lo hubieran tirado a la basura-, que recobran una segunda oportunidad. Pero no solo eso, es que se han convertido en tesoros –en parte por su escasez- para quienes no los conocieron en pleno auge, que los redescubren como una especie de desafío contracultural.

De modo que, en medio del universo digital, hay quienes prefieren la autenticidad de las imágenes salidas del rollo de negativo, que podías sostener en la mano, enseñar, guardar y localizar al instante si las habías archivado bien; y no esas ráfagas de fotos, miles de ellas, que guardas en la nube y es como si no las tuvieras, por no hablar de que en efecto puedes perderlas al primer cuelgue del móvil o el ordenador. Y lo mismo ocurre con los antiguos reproductores de aquellas cintas grabadas por cantantes que a las nuevas generaciones ni les suenan (los treintañeros españoles no saben quién es Ana Belén, con eso está dicho todo). Esos cacharros que casi nos avergonzaban por viejunos han dejado de ser un bulto más en el trastero para adquirir importancia, porque muchos de los grandes artistas del momento –también estos pasarán, como todo- están optando por lanzar sus discos en ese formato. Igual sucede con los auriculares que nos envolvían la cabeza como una felpa con efecto aislante; tras haberse considerado un accesorio incómodo, conviven con los modernos de botón superándolos en calidad de sonido y glamur, con el plus de aportar concentración en lo que se escucha y no ser un mero acompañamiento musical mientras se hacen otras cosas. Así que no tiren nada, porque puede ser una inversión a corto plazo.

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