Hay historias que no se cuentan con estruendo, sino con el murmullo persistente de una ausencia. La de esta mujer carlospacense (G.S.) es una de ellas. Desde hace más de una década, su figura se ha vuelto parte del paisaje estival de la Costa Brava, un espectro familiar para los turistas que recorren las playas de Lloret de Mar y los balnearios circundantes.
Camina sobre la arena dorada, con la piel tostada por un sol que no es el de sus sierras, ofreciendo artesanías cuyo brillo contrasta con la opacidad de su mirada. Para el mundo, es una vendedora más. Para algunos, un enigma. Para una familia en Villa Carlos Paz, es una herida abierta, un silencio que aturde desde el otro lado del océano.
Playa de Lloret de Mar. Catalunia. España.
Su derrotero comenzó hace más de diez años. Un día, simplemente, su vida en Carlos Paz se detuvo y otra, anónima y errante, empezó a orillas del Mediterráneo. Atrás quedaron una hija, nietos, una historia. La comunicación se cortó de forma abrupta y total, no por un accidente del destino, sino por una decisión que se adivina férrea, inquebrantable. Según los fragmentos de información que llegan a cuentagotas, ella está bien en un sentido funcional —sobrevive, trabaja, se mueve—, pero ha ejecutado la más radical de las rupturas: ha renunciado a su pasado. No quiere saber de su hija ni de los nietos que crecen con el eco de su nombre. Ha elegido ser nadie para ellos, una extraña.
Lo más desconcertante de este exilio autoimpuesto ocurre en los encuentros fortuitos. Varios turistas de Carlos Paz, paseando por las mismas playas que ella transita, la han reconocido. La sorpresa inicial de encontrar un rostro familiar a miles de kilómetros da paso a la incredulidad. Se acercan, pronuncian su nombre, un nombre que para ella parece pertenecer a otra persona, a una vida que ya no le corresponde. La reacción, cuentan los testigos, es siempre la misma: una negación rotunda, fría, a veces acompañada de un gesto de fastidio. «No soy yo», dicen que dice, mientras sus ojos afirman lo contrario antes de darse la vuelta y continuar su camino, perdiéndose entre las sombrillas de colores.
Cada uno de estos encuentros es un puñal para la familia que espera en Punilla. Cada relato reaviva la pregunta sin respuesta: ¿Qué puede ser tan doloroso como para empujar a alguien a borrarse a sí mismo? ¿Qué fantasma persiguió a esta mujer desde las sierras hasta el mar, tan terrible como para obligarla a negar su propia sangre y su propia identidad ante los ojos de sus antiguos vecinos?
Mientras tanto, ella sigue su peregrinaje. Vende sus creaciones bajo el sol catalán, convertida en una leyenda involuntaria, el fantasma de Lloret de Mar. Cada paso que da sobre esa arena es la reafirmación de su elección: la de ser una mujer sin ayer, una artesana sin nombre, una madre y abuela que eligió, con un dolor que solo ella conoce, no serlo más. Su historia no es la de una persona perdida, sino la de alguien que, para encontrarse, o quizás para huir de sí misma, decidió desaparecer a plena luz del día.