No debe de estar gustándome el mundo en el que vivo, porque lo esquivo. Me tropiezo a cada rato con recomendaciones y se me antojan disuasiones. Las modas gastronómicas y literarias me espantan, y me embosco sin sentimiento de culpa. Esto no tiene nada que ver con la misantropía, que es un mal como el trastorno obsesivo compulsivo, por mucho que algunos intenten vender ambos como rasgos originales de la personalidad. Pero lo cierto es que percibo un recrudecimiento de mi temperamento huidizo. La actualidad me parece demasiado. Me entero de lo inevitable y no me pronuncio. Los hay que se tienen en alta estima, que dan por hecho que cumplirán a la hora de la verdad; debe de ser reconfortante no mantener a duras penas la esperanza en uno mismo. Sí, tiendo al escapismo, a mis pequeños placeres, y trato de estar disponible cuando me reclama mi mundo reducido. Todavía sigo de vacaciones.
He cambiado el Atlántico por el Mediterráneo. Aquí tengo que poner más de mi parte para encontrar la serenidad: uno está obligado a convivir con el sudor. Los veraneantes se amontonan en la playa; constituyen una interminable formación en tortuga, con sombrillas en lugar de escudos. La música de los chiringuitos es muy animada, un imperativo, y reina un espíritu más festivo que melancólico. Algunos recogen las cervezas y se las llevan a las tumbonas. Los camareros son más rápidos, más vivos. Suenan acentos del este, se suceden los destellos de rubio nórdico. El mejor arroz está aquí, en su casa; ya se piden arroces hasta en Castropol. En esta zona se hace vida en la playa, los cuerpos se exponen durante meses; supongo que eso explica tanta turgencia. La variedad cromática también es mayor: hay tangas y sombrillas de todos los colores. A mi derecha, un grupo de mujeres habla de la noche anterior; a mi izquierda, un grupo de hombres habla poco y se despereza. Dos policías locales, con gorras y trenzas, cruzan la playa en quad, mezclando combustible y crema solar; mujeres bellas que conducen hieráticamente: son cetros imperiales y veraniegos. Este mar no tiene un aire fatalista, pero su azul celeste, combinado con el beige de la arena, apacigua. Corre algo de brisa. No puedo negar que estoy muy a gusto. Prefiero que no me den a elegir.
Ahora bien, asoma el anhelo de la rutina de mis días libres en Córdoba (libres, sí: todavía no está mal la cosa). Entonces consigo estar más tiempo concentrado en mi forma particular de perder el tiempo, y las horas no se me desbocan. Una semana más ya serían demasiados vasos para una bandeja.
*Escritor