En redes sociales suele circular la idea de que la Argentina es el único país donde existe una ley que protege al séptimo hijo para que no se convierta en hombre lobo. Aunque el costado mítico pertenece al folclore, lo cierto es que la norma existe y se aplica hasta hoy.
La historia comienza con una superstición importada desde Europa del Este. Entre inmigrantes rusos y ucranianos se sostenía que el séptimo hijo varón estaba destinado a convertirse en hombre lobo. La versión criolla de esa creencia tomó cuerpo en el litoral argentino bajo la figura del lobizón, criatura de los relatos populares temida en las zonas rurales.
El mito no se quedó en el plano de la fantasía: en algunos casos llevó a que los séptimos hijos fueran discriminados, abandonados o hasta víctimas de violencia dentro de sus familias. Frente a esa situación, el Estado buscó una manera de transformar el miedo en protección.
La tradición comenzó en 1907, cuando el presidente José Figueroa Alcorta aceptó por primera vez ser padrino de un séptimo hijo. Con el paso de los años, otros mandatarios repitieron el gesto, hasta que en 1974 se sancionó la Ley Nº 20.843, que institucionalizó el padrinazgo presidencial.
Desde entonces, las familias que lo solicitan formalmente reciben un diploma, una medalla conmemorativa y el apoyo simbólico del presidente de la Nación como padrino o madrina. Además, la ley garantiza beneficios educativos para el ahijado, como becas para cursar estudios primarios, secundarios y universitarios.
Lejos de la superstición original, la norma buscó dar prestigio y reconocimiento social a los séptimos hijos e hijas, borrando la sombra del mito y convirtiéndolos en protagonistas de una tradición argentina que sorprende al mundo.