Vivimos en una era en la que la tecnología digital impregna todos los aspectos de nuestra vida cotidiana: desde cómo trabajamos hasta cómo nos comunicamos, nos entretenemos e incluso aprendemos. Por ejemplo, resulta difícil, por no decir imposible, relacionarse con una administración pública si no es a través de la tecnología digital. Esta revolución tecnológica ofrece, sin duda, oportunidades extraordinarias. Pero también plantea interrogantes cruciales, especialmente en lo que se refiere a su uso durante la infancia.
Hay quien dice que la generación Z y las siguientes son ‘nativas digitales‘ porque el mundo era ya digital cuando nacieron. En contraposición, quienes crecimos sin esta tecnología y empezamos a usarla una vez alcanzada la edad adulta, somos ‘inmigrantes digitales‘.
Sin embargo, más que nativos digitales, los niños y adolescentes deberían ser considerados huérfanos digitales, dado que los adultos no hemos sabido orientarlos dentro del mundo digital para que distingan entre uso razonable, en ocasiones incluso enriquecedor, y abuso, que resulta tóxico y perjudicial.
El cerebro infantil está en constante proceso de formación. Desde el nacimiento y durante la infancia y la adolescencia, las conexiones neuronales se multiplican a gran velocidad, configurando estructuras que influyen en la forma de pensar, sentir y relacionarnos durante toda nuestra existencia. Más adelante, en la vida adulta, seguimos generando conexiones nuevas, pero a un ritmo más pausado.
La descomunal plasticidad neuronal de los primeros años de vida permite que los aprendizajes se fijen con mucha más fuerza durante la infancia y la adolescencia. Por ese motivo, lo que un niño o un adolescente vive y experimenta deja una huella mucho más profunda, para bien o para mal.
¿De qué dependen esas conexiones neuronales? De los programas biológicos intrínsecos, pero también del ambiente donde se desarrollan, de las experiencias vividas, las relaciones sociales y emocionales que se establecen. Y, por supuesto, del ejemplo que les damos los adultos.
Por tanto, cuando analizamos el uso de la tecnología en la infancia, vamos más allá del entretenimiento o la comodidad: estamos hablando de un factor que puede moldear (literalmente) la estructura del cerebro de los menores. Y con ella, la forma de percibirse a sí mismos, de ver el mundo y de relacionarse con las demás personas y con su entorno. Visto así, las implicaciones personales y sociales pueden ser enormes.
Beneficios de la tecnología
No todo son malas noticias. La tecnología digital bien utilizada puede ser una poderosa herramienta de aprendizaje y creatividad. Existen aplicaciones educativas que estimulan la lógica, la memoria, el pensamiento espacial e incluso el lenguaje. También puede facilitar la inclusión de niños con ciertas neurodivergencias, ofrecer nuevas vías de expresión artística y fomentar el contacto con culturas y realidades diferentes.
En determinados contextos, por ejemplo, hay aplicaciones de la tecnología digital que pueden servir para mejorar ciertas capacidades cognitivas. Se ha visto que algunos videojuegos que requieren coordinación entre las manos y la vista, que precisan de planificación o invitan a tomar decisiones, pueden tener efectos positivos sobre la atención y la flexibilidad mental. Además, en un mundo adulto digitalizado, es razonable que los niños y los adolescentes aprendan a desenvolverse en estos entornos.
Los problemas aparecen cuando el equilibrio se rompe.
El abuso de pantallas
El verdadero riesgo no está tanto en el uso razonable de la tecnología, sino en su utilización excesiva, descontrolada o sin supervisión. Numerosos estudios han mostrado que un consumo elevado de tecnología digital puede afectar negativamente al desarrollo infantil, distinguiendo también entre un uso puntual pedagógico y su utilización de forma indiscriminada como espacio para la diversión o las relaciones sociales.
Para empezar, la sobreexposición a estímulos rápidos y cambiantes puede dificultar la capacidad de concentración sostenida. Los niños y los adolescentes acostumbrados a contenidos muy estimulantes pueden encontrar aburridas otras tareas más lentas, como la lectura o la escritura, que son a su vez cruciales en los procesos de aprendizaje, la capacidad crítica y reflexiva y, por extensión, en la construcción de la personalidad.
La cosa empeora cuando se usan pantallas justo antes de ir a dormir, ya que afectan a la producción de melatonina, que es la hormona que regula el sueño. Esto puede provocar insomnio y propicia un descanso de mala calidad, lo que afecta de forma directa al rendimiento escolar y el estado de ánimo.
Si en la primera infancia las pantallas sustituyen a la conversación real, que se basa en una interacción dinámica entre hablar y escuchar, el aprendizaje lingüístico se ve comprometido. Al reducir la interacción con adultos, que es la manera natural de adquirir el lenguaje, la riqueza de vocabulario se reduce y las estructuras sintácticas se vuelven mucho más simples. Eso dificulta, a la larga, la comprensión de los textos escritos y los procesos de reflexividad.
Por otro lado, especialmente durante la adolescencia, el uso indiscriminado de redes sociales sin el apoyo y la guía de los adultos incrementa la sensación de soledad. Estos espacios fomentan la comparación constante y la ansiedad social.
Además, muchos contenidos digitales, incluidos los propios algoritmos que rigen las redes sociales, están diseñados para ser altamente adictivos. La dopamina que libera el cerebro al recibir ‘me gusta’ o al ir superando los niveles de un videojuego refuerza el deseo de repetir esa conducta, lo que puede desembocar en ciertas formas de dependencia.
Todos estos efectos no son, sin embargo, ni automáticos ni inevitables. Dependen del tiempo de exposición, del contenido y del contexto en el que se utiliza la tecnología. De hecho, una de las preguntas más frecuentes entre padres y educadores es: ¿cuánto tiempo es seguro?
Las recomendaciones varían, pero la gran mayoría de trabajos en neurociencia y neurociencia cognitiva coinciden en que las pantallas no deberían usarse antes de los 5 o 6 años. El juego tradicional, la exploración libre del entorno y el acompañamiento de los adultos en el descubrimiento de sí mismos a través de los juegos son la manera más efectiva de favorecer y consolidar las conexiones neuronales relacionadas con el desarrollo cerebral, emocional y social inicial.
Desde los 6 hasta los 12 años, se considera que media hora al día es un uso razonable. Más de una hora supondría ya un abuso que puede resultar perjudicial.
Finalmente, a partir de los 12 años y hasta la juventud, el uso que hagan debe ser ya más autónomo, pero siempre con límites claros y reflexión crítica. Una hora al día (o hasta dos, en función de la personalidad de cada adolescente) se considera razonable. Más de dos horas supondría un abuso que puede ser nocivo. Y ojo porque el uso académico, por ejemplo para la búsqueda de información o la realización de trabajos, no está incluido en estos tiempos.
Sea como fuere, en ningún caso el uso de tecnología digital debe ser constante. Hay que alternarlo siempre con actividades cara a cara, escribiendo y leyendo en soporte papel, interactuando presencialmente con los compañeros y docentes, etc.
Familia y escuela
La ciencia no deja lugar a dudas: más allá del tiempo, lo importante es cómo y para qué se usan las pantallas. Un uso activo, creativo y compartido es muy distinto de un consumo pasivo y solitario.
En este sentido, los adultos jugamos un papel crucial en el aprendizaje del uso razonable de la tecnología. No se trata de prohibir, sino de acompañar, observar y dialogar, lo que se ve claramente favorecido si se ha potenciado el diálogo y el vínculo presencial durante la infancia.
Algunas claves que se proponen desde la neuroeducación incluyen dar ejemplo, puesto que los niños y los adolescentes aprenden por imitación. Si ven a sus referentes enganchados al móvil, asumirán que es lo normal y lo reproducirán. De ahí la importancia de establecer normas claras compartidas que todos en casa nos comprometamos a seguir: cuándo se puede usar el móvil en particular, o la tecnología digital en general, dónde (por ejemplo, no en la mesa mientras compartimos la comida) y para qué.
También es importante ofrecerles alternativas como ratos de juego al aire libre, deportes, lectura, música, manualidades y actividades artísticas en general, que idealmente debemos compartir con ellos. Todo ello contribuye a fomentar la autorregulación: la capacidad de reconocer por sí mismos cuándo han tenido ya suficiente pantalla y de elegir otras actividades.
Finalmente, tanto en el ámbito familiar como en el escolar, es clave reflexionar sobre el papel de la tecnología en la vida humana, ajustando las reflexiones a las capacidades de cada edad. Como se ha dicho, la tecnología digital puede ser una herramienta pedagógica poderosa si se usa con sentido didáctico, pero nunca debe sustituir la experiencia directa, el contacto humano ni el pensamiento crítico.
El enfoque más sensato es, posiblemente, el que apuesta por el conocimiento, la reflexión y, de manera muy destacada, la corresponsabilidad. Solo así conseguiremos que la tecnología sea una aliada del desarrollo, en vez de una amenaza.